La Canción bajo la pirámide

NOTA PREVIA (versión revisada)

Este texto fue escrito en 2017 con motivo de la exposición La Canción bajo la Pirámide, inaugurada en la galería La Silla Eléctrica (Sevilla). La muestra, a partir del trabajo de Murdo Ortiz, Nacho Caso e Ildefonso Cecilia, reflexionaba desde la ironía y la metáfora sobre los roles sociales y las jerarquías que estructuran la vida contemporánea.
El texto acompañó un fanzine diseñado por Andrés García Simarro (Último Mono Serigrafía). Hoy se publica nuevamente por la persistencia —y radicalización— de las condiciones que lo hicieron necesario.

Cartel de la exposición La Canción bajo la Pirámide celebrada en Sevilla en 2017

Lo que (se) establece es que somos diferencia, que nuestra razón es la diferencia de los discursos, nuestra historia la diferencia de los tiempos, nuestro yo la diferencia de las máscaras.

Escucha, vivimos un tiempo fundado sobre el intercambio de humillaciones, donde la posición social se traduce en la adopción de un rol que nos capacite para soportar/infligir cierta cantidad de oprobio. A priori, quienes son avanzados en el ritual de la proskynesis prosperan, mientras aquellos que oponen resistencia a yacer ante el nuevo rey persa –el teatro de la economía global– son marcados y, de este modo, apartados del derecho a la nueva ciudadanía: la capacidad de consumo –o la apariencia de tal–. A posteriori, bajo esta coacción, se cultiva una especie humana atemorizada y mezquina, que sin embargo viste los más brillantes ropajes que las mercancías de moda puedan proporcionar. Esta suerte de abandono guiado por imágenes mediáticas y mentales nos transforma en marionetas, cuya lengua es la de los anuncios publicitarios. A fin de cuentas, ¿queda alguien que al abrir la boca no bale con la voz de un vendedor de seguros?

Como segunda o tercera generación del Espectáculo somos expertos en confundir el mapa con el territorio, habiendo crecido adiestrados en ver en la representación del mundo el mundo en sí. Ocurre que la realidad, más allá de la razón económica, se nos aparece casi difuminada e ilusoria. Hoy, cualquier ser animal o vegetal –incluido el ser humano– o cualquier idea tienen que plegarse a su valor en dinero para justificar su existencia. Piensa: ¿en qué época ha existido una institución esclavista de tal magnitud?, ¿en qué tiempo un paraje, un río o una manada de lobos han tenido que ser traducidos a valor de cambio para permitírseles siquiera la existencia?

Pero seamos sinceros. Conocer la suerte que seguirán los seres humanos si no reaccionan, o incluso la suerte del Planeta entero, nos preocupa menos que la sensación viva de nuestra propia degradación, la sensación latente de no ser nosotros mismos, de desarrollar apenas una menguada parte de nuestras capacidades. Bajo el imperio del Espectáculo nos marchitamos en una sucesión de momentos iguales. De esta miseria de la vida cotidiana hablan bien las veinticuatro horas de la vida de cualquier mujer u hombre corriente. Salvando excepciones, la mayoría dedicamos la vida a pseudo-trabajos, que nadie echaría en falta si desaparecieran, y a actividades de pseudo-ocio que difícilmente adquirirán después el rango de anécdotas reseñables ante nuestras amistades.

Ilustración marginal medieval con demonios jugando, procedente del Salterio de Rutland
Demonios jugando. Salterio de Rutland, ca. 1300–1350.

Reconozcamos en esta ruina una crisis generalizada del juego y del placer, de los auténticos placeres y de los auténticos juegos: aquellos no mediados por dispositivo artificial alguno, aquellos capaces de profundizar en nuestros afectos. Parece que hemos perdido la capacidad de abandonarnos, en solitario o colectivamente, al instinto de juego y creación. Es decir, parece que hemos olvidado la capacidad de trascender al rol que la sociedad nos impone –o nos hemos autoimpuesto–, un rol que fatalmente confundimos con nuestra propia identidad, volviéndonos tan huecos como nuestros estados en las redes sociales. Y así caemos bajo la Pirámide…

Para nosotros, la Pirámide simboliza la imagen arquetípica de un mundo artificial que funciona en piloto automático y que se perpetúa parasitando lo más fecundo de las fuerzas humanas: la voluntad de vida. Hasta un punto en que terminamos por creer que la existencia consiste en arrastrar los sillares de la Pirámide, siendo, inconscientemente, artífices de nuestra propia prisión. Dentro de esta cosmovisión, la Pirámide necesitaría a los monstruos, que serían las máscaras-roles bajo cuyo influjo los individuos se pliegan al mandato de mantener-reparar-actualizar la estructura social. Estos monstruos –en mayor o menor grado, todos nosotros– serían los artífices del ‘Mundo de la Mentira’: aquel que solo puede existir bajo imperativos económicos y que ha usurpado toda realidad más allá de sí mismo.

Pero un ruido sordo desde lo más profundo de la mole de granito nos mantiene en la intranquilidad. Es la canción, que comienza como un leve susurro a través de la roca viva. Un murmullo que hace vibrar en nuestro ser todos los momentos acumulados de libertad auténtica, eclipsando, aunque sea un solo instante, todos los tiempos muertos y todo el tiempo rendido en obligaciones. La canción certifica el poder de la poesía espontánea para hacer brillar la existencia humana. Es algo similar a lo que los especialistas de la Pirámide llaman arte, pero que debería ser un rasgo extensible al conjunto de la vida cotidiana. La canción es la voz grosera de un niño cabrón, que con el dedo lleno de mocos señala la falsificación del mundo y que de una patada convierte a los monstruos en caretas para sus juegos. La canción, amigo, es la certeza de que no hay necesidad de condenarnos a una existencia monótona y carente de fantasías. La canción es una enmienda a la totalidad del Mundo de la Mentira… Y silenciarla es la tarea de los monstruos-roles: sacerdotes, tecnócratas, cibernéticos, expertos, sociólogos, psicólogos, policías, ideólogos, políticos, militares, militantes y el resto de autoridades.

Grabado de un chamán tungus de Siberia tocando un tambor ritual, con indumentaria animal y astas de ciervo
Chamán tungus tocando el tambor ritual. Grabado europeo, 1705.

Concebimos La Canción Bajo la Pirámide como una propuesta expositiva ritual-catárquica que se divide en tres capítulos: Los Monstruos, El Mundo de la Mentira y La Canción. A través de cuyo recorrido invitamos a conjurar los aspectos más oscuros de nuestra psique –aquellos plegados a los roles de dominación–, a la vez que señalamos las mentiras que pueblan los imaginarios colectivos. Para terminar afirmando la posibilidad de otra existencia no limitada por imperativos ideológicos o económicos, en donde la historia humana transcurra sobre la base del don y la creatividad, en una sucesión de momentos que intensifiquen nuestras energías físicas y psíquicas, apuntando hacia la abundancia e intensidad de los placeres.

No te confundas: asumimos y somos conscientes de todas las contradicciones; sabemos que pertenecemos al Mundo de la Mentira y que gran parte de nuestra fuerza se va en mantener el prisma piramidal que hace las veces de realidad. No obstante, a pesar de todo, presta oídos a la canción. Quizás un día podamos celebrar juntos que las palabras se sostienen por una verdadera práctica revolucionaria –ausente aquí–.

I. LOS MONSTRUOS

– Ya ven ciudadanos, acabamos de presenciar lo que se llama un caso de hipnosis en masa.

Pintura de Murdo Ortiz titulada Monstruo de Dem Demonio, figura monstruosa en técnica mixta sobre papel
Murdo Ortiz, Monstruo de Dem Demonio, 2016. Técnica mixta sobre papel.

Bajo la máscara del rol engordan los monstruos. El ritual se inicia desde la cuna, cuando empiezan a programarse los tiempos del infante. Paulatinamente, el niño debe aprender a renunciar a sus propias experiencias para sumirse en una sucesión de acontecimientos medidos con antelación a expensas de su voluntad. Su creatividad se pudre al ritmo en que adquiere conocimientos por obligación y aprende a obedecer. Muy tierno, la joven criatura recibe la máscara ortopédica que hará las veces de rostro. Tras ella, contemplará el mundo con ojos que no son suyos y empezará a consumirse en tiempos muertos de los que no es dueño. Va madurando su domesticación. Pronto será otro buen garante del relevo social en la Gran Pirámide.

Dependiendo de su género y clase social, cada rol situará a los individuos en un determinado lugar de la jerarquía del prisma. Cuanto más arriba, mayor responsabilidad en el transcurso de la historia falsificada; cuanto más abajo, mayor opresión. Pero dentro de la trampa todos son muñecos de ventrílocuo cuyos gestos y palabras han nacido por repetición/imposición y no les pertenecen. Así, el individuo-monstruo se convierte en una menguada posibilidad de sí mismo, renunciando a la mayor parte de sus capacidades potenciales para ser operario de un mundo que le niega. Ha devenido, en otras palabras, en espectador de su propia existencia.

El interior de la Pirámide es un enjambre bullicioso de compartimentos estancos. Aquí, cada cual se ocupa de forma separada de su especialidad sin que nadie sea capaz de ver o entender la totalidad de la estructura. La especialización, valorada desde la era de la división del trabajo, alcanza hoy su grado máximo, tanto en precisión como en ignorancia de otros conocimientos. Se da la situación de que individuos-monstruos muy duchos en el manejo del software —por ejemplo— ignoran completamente el sistema comercial-económico que hay detrás de la fabricación de sus dispositivos.

En la Pirámide, el individuo-monstruo más especializado es el cibernético, ingeniero jefe y timonel de los acontecimientos, situado en el lugar que antaño ocuparan los sacerdotes. El sueño cibernético es la abolición de la incertidumbre: crear una realidad donde todo acontecimiento sea predecible, donde cada instante de vida sea programado con anterioridad y donde las mercancías circulen en total libertad sin la fastidiosa oposición del libre albedrío humano. Esto, sin embargo, es ampliamente cuestionado por las necesidades biológico-afectivas de la especie y la capacidad ecológica del Planeta. ¿Quién sabe si el proyecto cibernético llegará a buen puerto? Por nuestra parte, negamos su viabilidad.

Antes de cerrar este capítulo, no queremos olvidar el momento más penoso de los individuos-monstruos: la vejez-muerte. En su vejez-muerte, al no ser ya válidos para su rol, los individuos-monstruos son relegados y administrados como cosas. Dirás que aún existen familiares que se hacen cargo de ellos. Pero es de suponer que el especialista “familiar” está en proceso de desaparecer por imperativos económicos. Con toda probabilidad, instituciones específicas para la gestión de la vejez-muerte proliferarán por doquier, tratando de invisibilizar y eliminar los cuerpos de los individuos-monstruos ancianos, evitando de este modo que su deplorable situación pueda poner en cuestión el modelo social elegido.

II. LA PIRÁMIDE (EL MUNDO DE LA MENTIRA)

El sueño de la época no es el buen sueño que procura el descanso.

Obra de Nacho Caso titulada Sólo la Coca-Cola es eterna, figura esquelética pixelada sobre fondo floral
Nacho Caso, Sólo la Coca-Cola es eterna, 2017. Tinta, acrílico, gouache y collage sobre papel.

Lentamente, en la medida en que hemos aceptado capitular bajo la máscara monstruosa del rol, este nos reduce a su medida, conformándonos según el patrón requerido por el Mundo de la Mentira para mantenerse. Así, menguados en nuestras capacidades, nos incorporamos, los individuos-monstruos, a la sociedad de masas.

Interconectada globalmente a través de Internet, la sociedad de masas actual es idónea para una forma de vida basada en la falsedad y la apariencia. Perpetuar este mundo de pantallas —no sólo físicas— es la misión inconsciente encomendada a las mujeres y hombres “monstruo”. Obviamente, para que dicho proyecto sea viable es necesaria la construcción, mantenimiento y actualización de una gran máquina hipnótica de guerra: el Espectáculo, dispositivo cuya tarea principal consiste en alejar a las personas de sí mismas. Las estrategias son múltiples y no viene al caso enumerarlas todas. Citemos únicamente la proliferación, en los grandes medios, de informaciones inútiles cuyo fin es alejar a la gente de sus verdaderos intereses.

Gracias a la maquinaria espectacular-hipnótica, la Pirámide deviene en una estructura que lo envuelve todo y todo lo ve. Pero ojo: no es un ente metafísico. El artefacto no tiene nada de ilusorio. Créeme si te digo que es real y palpable. Sus instrumentos de dominación son la suma total de nuestras actividades, y el resultado de este trabajo colectivo es la naturalización de su volumen geométrico como la realidad misma. Aunque, al no ser los cálculos del todo exactos, hay un resto: la contaminación.

De forma paulatina, el Mundo de la Mentira, en el sentido de enajenar los sentidos humanos, ha ido expandiendo su imperio a lo largo de la historia hasta alcanzar su punto culminante —que sabemos es ahora porque no tiene un Otro—. La diferencia con el pasado estriba en haberse suprimido el “más allá”. Por eso algunos especialistas afirman que “es más fácil imaginar el Apocalipsis que imaginar el fin de la Pirámide”. Antiguamente contábamos con el paraíso religioso y, sobre todo, con la naturaleza, como dimensiones “reales” que no eran artificio humano. Hoy ya no contamos con esto. El espacio celestial ha desaparecido por razones obvias. En cuanto a la naturaleza, no es algo que podamos reencontrar, aunque sí una dimensión a rehacer, a reconstruir. Pero de esto hablaremos a continuación.

III. LA CANCIÓN

Por muy pobre que sea, mi creatividad es una guía más segura que todos los conocimientos adquiridos por obligación.

Pintura acrílica de Ildefonso Cecilia titulada Serpentenando al sur de la cordillera principal
Ildefonso Cecilia, Serpentenando al sur de la cordillera principal, 2016. Acrílico sobre papel.

La canción es la inversión de perspectiva. Hacerla sonar significa poner la Pirámide del revés para que gire sobre sí misma como una peonza hasta que, agotada, caiga y se haga añicos al golpear el suelo. Cuando aparece, los roles se disuelven. La tradición la atribuye al Carnaval y a lo dionisíaco; sus enemigos, a Satán. Hasta la fecha, solo ha ocurrido como excepción, como pausa para la continuación del Espectáculo. Nuestro proyecto es otro: hacerla sonar hasta que no haya vuelta atrás.

En la Pirámide, cada individuo-monstruo ocupa su asiento y, como espectador del teatro general, tiene una insignificante idea de sí mismo. La Canción es lo que hace que tire su máscara al suelo, pisotee al monstruo y se ponga a bailar. Cantar la canción es empezar a dejar de vivir por inercia, abandonar la falsa participación hipnótica en el Espectáculo y reencontrarse cada cual consigo mismo. A fin de cuentas, la Canción es la afirmación que dice: “hay que jugar el verdadero juego, aquel en que la experiencia es más importante que la apariencia, aquel donde es imposible identificar un momento con el predecesor o con el posterior”. Es, en definitiva, el acto de engendrar realidades nuevas: lo que nosotros llamamos la poesía espontánea.

Aquí debemos pararnos a hablar del arte, pues dentro de los ámbitos separados del conocimiento de la sociedad piramidal es el que mayor relación guarda con la poesía espontánea, aunque sea solo por afinidad de afectos. Por desgracia, la esfera del arte, en cuanto reservada a especialistas y encuadrada en una infernal lógica de becas, concursos y premios, está absolutamente subordinada al poder cibernético de la Pirámide y, en consecuencia, poblada de mentecatos y lameculos. Este hecho ya era conocido en el siglo XX y señalado por las vanguardias al expresar la imperiosa necesidad —no cumplida— de superar el arte o fundir el arte con la vida cotidiana. Objetivo que, por antiguo que sea, no resulta menos actual.

En cualquier caso, no vayas a confundir la Canción con una ideología o una causa, pues todas las causas y todas las ideologías requieren de especialistas. No te miento si te digo que detrás de tales artefactos hallarás siempre una voluntad de poder capaz, si triunfa, de restaurar la Pirámide por completo. Amigo, la Canción es algo mucho más sencillo, algo que todos los niños conocen: la sensación de llegar al colegio un día de lluvia y encontrárselo cerrado por inundación.

Carlos de Castro, 2017

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