os juro que este texto está escrito 100% sin IA, leanlo, ya saben que escribo lo que me da la gana, como me da la gana
Acabo de volver de la Galería MADA, donde ayer, 14 de noviembre, inauguraron la expo Basura Tesoro del colectivo-dúo No Me Baño, un par de individuos que aún no conozco y que se refieren a sí mismos como “las moskas”.
Me alegró el encuentro casual; venía de estar leyendo un rato en un café un libro de Byung-Chul Han que no me estaba dejando muy buen ánimo. Hablaba de la desintegración de lo particular, de la disolución de los lugares y las experiencias, y me daba vértigo pensar que había llegado a Buenos Aires para vivir lo mismo que en el hemisferio norte: una carencia de sentido proveniente de un mundo que se pierde cada día un poco más a sí mismo, añadiendo aquí la presencia del FMI, ese aguarrás que disuelve y hace de todo lugar donde se posa la misma mierda gris, donde solo importan la inflación y los balances a golpe de antidisturbios.
Pero este estado de ánimo cambió, estos tipos realmente pusieron color a la tarde y me enseñaron que la basura no es lo mismo que la mierda – entiéndase -.
El color verde mola y recuerda a las Tortugas Ninjas
La idea de “las moskas” es simple: usar materiales desechados y darles una nueva oportunidad como soporte de un objeto artístico. A mí me gustó porque me recordó al primer texto que escribí sobre arte, cuando en 2006, en Santiago de Compostela, hicimos una expo en un bar con las obras que el italiano Alexandro Rugieri había dejado en casa de su compañero de piso antes de regresar a su país al terminar una beca Erasmus, y que eran todas piezas hechas sobre objetos que se había encontrado en la calle.
No obstante, la estética de “las moskas” es diferente: mientras que Rugieri se basaba más en dar fuerza conceptual al objeto a través del uso de textos sobre ellos o modificando su estructura y color, “las moskas” los usan como soporte para desplegar su iconografía, de forma que el objeto queda en segundo plano.
Lo más interesante es el universo visual que generan, donde cada obra parece parte de un mismo mundo. Un mundo caótico, casi postnuclear, poblado por seres verdes y mutantes que parecen felices en su amorfosidad.
Estos personajes, dotados de vitalidad y movimiento —patinan, montan en bicicleta—, habitan una ciudad deformada y nos interpelan al mostrar un goce despreocupado, ajeno a cualquier condicionamiento externo.
Sus gestos y acciones, sin un propósito utilitario, también cuestionan la lógica del rendimiento y la subordinación del individuo al imperativo de la necesidad.
«Las moskas» juegan, y eso es maravilloso.